La salud es un Derecho Humano irrealizable en muchos lugares del mundo. Los Estados están obligados a garantizarlo en igualdad de condiciones para todos y todas, pero esta máxima, recogida en la Declaración Universal de los DDHH, no se cumple. Las brechas económicas, políticas, culturales y sociales existentes entre países y, también, por qué no decirlo, entre distintas zonas de cada país, condicionan el disfrute de este Derecho que, dicho sea de paso, es inalienable.
Centroamérica se ha convertido en un paradigma de esta realidad tan contundente como injusta. La región, que arroja Índices de Desarrollo Humano Medio, esconde enormes desigualdades que no se evidencian en los datos de promedio. Aunque no debiera, el acceso a la salud está sujeto a la zona de residencia, la posición social, el sexo, la raza o la edad.
La inversión en salud de países como El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Honduras no alcanza el 2% del PIB. Una cifra ridícula si consideramos lo que dicta el Organismo de las Naciones Unidas a este respecto: afirma que con una inversión menor al 6% del PIB no se puede garantizar la cobertura sanitaria de un país. Tampoco la calidad de este servicio, claro está.
Aunque en el último año se han observado avances, sobre todo en el caso de El Salvador, que recientemente ha cambiado de Gobierno y ha establecido como prioridad mejorar en salud, aún persiste la incapacidad para solventar las necesidades sanitarias de la población. Los sistemas siguen orientados hacia un enfoque curativo, falta cobertura, escasea el personal y los medicamentos son pocos y muy caros. De hecho, son de los más caros del mundo y no están al alcance de todos los bolsillos. En una región en la que existe un mal reparto de la riqueza, este hecho favorece que las vulnerabilidades se concentren en los grupos de población más empobrecidos, que son los que no pueden hacer frente a los elevados costos de la salud. La mayoría de ellos viven en el ámbito rural, allí donde los cuatro principios fundamentales de la salud -disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad-, no se cumplen.
Como ONGD, es nuestra obligación acompañar a los gobiernos nacionales, a las organizaciones locales y a la población de estos países a avanzar en la consecución de este Derecho que debe ser equitativo y universal.
Felipe Rivas, vicepresidente de FIECA
Salud en manos privadas.
Las fallas en los sistemas de salud de Centroamérica son históricas y diversas. Desde el punto de vista financiero, la inversión que realizan los gobiernos está lejos de satisfacer las demandas de la población. Ante estas limitantes, es la propia población la que más invierte en salud: en países como Guatemala, por ejemplo, el gasto de bolsillo de las familias se estima en un 57%, lo que equivale a un 4% del PIB.
Dada la saturación de los servicios públicos y el poco acceso a la seguridad social, las mejores opciones para la atención en salud se encuentran, además, en el sector privado. Sin embargo, a este servicio sólo pueden acceder los grupos minoritarios con mayores ingresos. Y de nuevo en Guatemala, con un esquema que se repite en El Salvador, Nicaragua y Honduras, éstos son los menos: mientras más de la mitad de la población percibe menos de dos dólares al día, un 0.003% de los guatemaltecos y las guatemaltecas posee casi el 50% de los depósitos bancarios del país.
Las dificultades económicas de gran parte de la población les impiden, por lo tanto, acceder a este servicio que está dominado por las compañías farmacéuticas. Industrias que, en nuestra región, pertenecen a las grandes corporaciones y a algunos grupos de poder de otros países, y que no están dispuestos a ceder ni lo más mínimo, en términos de bajar precios, regular la calidad de los medicamentos, etc. Son ellos los que dominan el mercado y los servicios privados de salud, y son las dificultades económicas las que determinan su consumo.
Más allá de estas condiciones económicas, hay que cambiar el enfoque curativo por el preventivo, mucho menos costoso para los Estados y para las familias. Y éste debe ser un enfoque basado en derechos, lo que implica más recursos y más participación. Hay que universalizar los derechos de la salud y eso exige una fuerte inversión y participación de los Estados, pero también implica una apertura consistentemente a la participación de la sociedad civil y de la cooperación internacional en todo este entramado.
Los desafío son, por lo tanto, evidentes: se debe incrementar la inversión en salud, hay que hacer prevalecer los marcos legales y compromisos internacionales, hay que promover estrategias de participación ciudadana que potencien comunidades vigilantes de la salud de sus pobladores, y hay que establecer políticas de Estado que privilegien a la población más vulnerable y desprotegida, que es aquella que no cuenta con ingresos, que vive en las lejanías o que simplemente por ser el hecho de ser indígena, resulta marginada.
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